Por Bill Hybels
Durante los tres años de su ministerio de enseñanza, Jesús tuvo un hábito bastante interesante. Recorría un lugar, observaba a las personas que necesitaban ayuda, y luego llegaba al extremo de suspender las leyes naturales que gobiernan el universo con tal de ayudarlos.
De pronto, el enfermo era sanado, el ciego veía, el sordo escuchaba, el mudo cantaba y el paralítico se levantaba y comenzaba a bailar. Y todo por la intervención de Jesucristo.
Según la historia registrada, esto sucedió al menos cuarenta veces, y como era de esperar, este tipo de conducta extraña recibió reacciones variadas. Mientras algunas personas estaban encantadas con tal demostración de poder, la mayoría de los habitantes palestinos del siglo primero no tenían idea de qué hacer con un hombre cuya vida estaba marcada por tal peculiaridad.
En mi opinión, si tomamos en cuenta los distintos milagros que efectuó, hay uno que parece ser el más extraño de todos. Es probable que recuerdes el hecho. No se trata de una ocasión en que devolviera la sanidad, la audición o la vista, sino de la vez que le dio una enorme cantidad de peces a un par de pescadores frustrados.
Lucas 5 dice que Simón Pedro y su hermano Andrés estaban lavando las redes en la costa del Mar de Galilea luego de una larga e improductiva noche de pesca. En otras circunstancias habría sido un día excepcional junto a las aguas azules de aquel lago interior.
Sin embargo, como los peces no cooperaron con la «gran pesca» planeada la noche anterior, la tarea de clasificar los peces y retirarlos de las redes terminó siendo una desilusión. Mientras estaban ocupados en su tarea, vieron a Jesús que le enseñaba a un grupo un poco más allá. Era evidente que a la audiencia le agradaba lo que le decía, porque mientras más enseñaba, más personas se reunían. (Me llama la atención que en mi caso se produce el efecto contrario…).
Al final, el grupo que rodeaba a Jesús se hizo tan grande que debió hallar la manera de poder distanciarse de ellos para que todos pudieran escucharlo y verlo. Enseguida halló la solución. Si remaba un poco mar adentro en un bote, podría seguir predicando desde el púlpito flotante. Y al parecer, entre todos los botes que estaban en la costa, Jesús escogió el de Pedro. Sin mayores explicaciones, se subió al bote y le pidió a Pedro que lo alejara un poco de la orilla, y desde allí continuó enseñando.
Cuando finalizó su prédica, la mayoría de las personas se dispersaron, mientras Jesús se sentaba a conversar con Pedro en el bote. En determinado momento de la conversación, Jesús le hizo un pedido interesante a su cautivo oyente. «Lleva la barca hacia aguas más profundas, y echa allí las redes para pescar», le dijo. Vamos por un poco de diversión, habrá pensado Jesús.
Pedro se mostró escéptico. Él y sus compañeros habían estado pescando toda la noche sin resultado. Quizás sea mi impresión, pero al leer el texto me imagino que Pedro se habrá sentido un tanto molesto con Jesús, que evidentemente había estado durmiendo mientras él y los demás habían trabajado hasta el cansancio en el mar. Y ahora Jesús, que para Pedro no tenía idea de las artes de la pesca, tenía la audacia de decirle a él, un pescador de carrera, cómo debía pescar. Es probable que tú también hubieras imitado su actitud si hubieras estado en sus sandalias.
Sin embargo, el buen juicio ganó, y Pedro dejó a un lado sus dudas para acceder al pedido de Jesús. Arrojaron las redes del otro lado de la barca, y la pesca que resultó de su obediencia fue tan grande que debió pedir refuerzos. «¡Muchachos, no van a creer esto!», debió de haber gritado a sus compañeros que miraban arrobados desde la costa. «Tengo el bote lleno de peces… ¡de veras! ¿Podrían ayudarme a cargarlos? ¡Y pronto!».
Jacobo y Juan echaron su bote al mar y remaron con todas sus fuerzas para ayudar a su compañero. Los tres pescadores alzaron las redes repletas de peces marrones y plateados que se sacudían con energía. Al llegar a la orilla, me imagino a los rezagados de la multitud que se reunieron para ver de qué se trataba tanta conmoción, mientras aplaudían y vitoreaban ante el monstruoso esfuerzo realizado por los pescadores.
Eufóricos por el desenlace de los acontecimientos, Pedro, Jacobo y Juan saltaban, gritando y chillando al celebrar la mayor de todas las pescas. Jesús los observaba, pensando que la pasión y la energía de aquellos hombres jóvenes eran algo jamás visto. Él sabía que había algo especial en estos tres, así que los atrae por unos instantes con la visión de esta pesca con la esperanza de permanecer en el mundo de ellos un poco más. DINERO VS. DESTINOS
Imagino a Jesús riendo mientras intentaba sin éxito captar la atención de estos hombres en medio del jolgorio. «¡Eh, muchachos! ¿Esto les parece la gran cosa? ¿Piensan que atrapar un puñado de escamosas criaturas del mar fue algo divertido? Traten de tener por un segundo un pensamiento mayor… Escuchen, ¿qué les parece la idea de multiplicar por mil esta diversión que gozaron en estos últimos minutos?
»No digo que haya algo malo en pescar peces. Sé que se están ganando la vida y llevar peces al mercado todos los días para ganar unas monedas es algo correcto. Sin embargo, en vez de embolsarse algo de dinero, imaginen lo que sería conseguir algunos destinos. »¡Ahí es donde está la verdadera acción!».
Es probable que los ojos de Jesús brillaran con un destello de entusiasmo al llegar a este punto, mientras los hombres lo escuchaban embelesados. «Pedro, Jacobo, Juan», les dijo mirándolos a los ojos, «hasta ahora han pasado sus días como pescadores.
Yo quiero invitarlos a que a partir de ahora se conviertan en pescadores de hombres y mujeres. En vez de invertir su precioso tiempo y energía en conseguir peces de quince centímetros… ¡vayamos tras los que miden un metro ochenta! Les pido que abandonen todo lo que tienen y todo lo que son por el bien de las almas de las personas.
¡Vengan conmigo y verán de qué se trata la verdadera vida!».
La Cumbre Global de Liderazgo en PIB Satélite. 2017